Los Hoteles. Una ciudad se puede conocer
por los hoteles y las ciudades entre sí también se conocen por los hoteles. Las
películas nos hablan de los hoteles y las ciudades y nosotros creemos que es así.
Que la ventana del hotel de Manhattan puede mirar hacia una calle del centro
rosarino. Porque una ventana es un televisor de 32 o 42 pulgadas de alta
definición que solo hace falta traspasarlo para entender el mundo. Un televisor
y yo. Yo frente a ese televisor que nos dejó solos, ese televisor que se
multiplica en pantallas, en notebooks, en celulares, en ipods, ipads y aparatos que se transforman en adicción y
que utilizo para registrar todas y cada una de estas palabras o todas y cada
una de los futuros planos de la futura película. Rodeado de dispositivos para
que la ciudad no se me escape, rodeado de dispositivos pero ella se escapa,
ella se escapó y se seguirá escapando, solo porque ella ya no es ella, porque
ella es las tetas de la ciudad y la mujer del impermeable o piloto, porque ella
es la que dormía con la espalda dibujada en otra pantalla, porque ella es el
personaje que muta de rostro y de cuerpo de manera permanente, porque ella vive
y muere en el recuerdo de un viaje lejano, en Chicago, en Moscú en la Habana o
en Río de Janeiro con los pies sobre Ipanema una noche blanca, o con la luz de
la costa rosarina y los ojos
encandilados por el sol mientras la gente sigue bailando y solo quedan en el
cuerpo los restos de la metanfetamina en una fiesta en la ciudad de Barcelona de la que solo me queda el recuerdo del
video.
Me asomo a la ventana y la calle se
ilumina de otra manera, porque el Hotel es otro o es el mismo y la ventana
diferente, y yo tal vez sea otro, otro el que se asoma, el que mira o la mirada
se haya modificado y la lluvia ya no moja y el piloto está tirado en el piso, y
ella ahora es la actriz que me hace creer que todo lo que escribo puede ser
verdad, que puedo ser el James Bond de la película Casino Royale, la de los 60, con Woody Allen como el malo y
la música de Burt Bacharat y que si voy corriendo con esa actriz de la mano por
la noche rosarina desde una alcantarilla saldrá la voz de Tom Jones cantando
¿Qué pasa Pussycat? Y que cuando me
siente con ella para mirar el río nos encontraremos con Raymond Carver que me
preguntará si en el Paraná hay salmones. Yo le diré que no y el me leerá un
poema que acaba de escribir mirando ese gigantesco río que le recuerda un día
de pesca en los grandes lagos, como el Michigan, y la chica sigue hablando
desde el call center explicando desde Rosario en un perfecto inglés, como se
enciende la nueva computadora que acaba de comprar ese hombre en Chicago a
orillas del lago Michigan. Y es el norte y es el sur y las contradicciones y es
la ciudad que se mete por las venas, con esa historia dura y agresiva, con sus
muertos y sus explosiones, con su rock en castellano, con los cines de matiné con
tres películas de esas que ya no se ven, en donde Robert Redford y Barbra Streisand vivían un amor que
no podía ser. Esa película que ella vio en un VHS y no entendió por qué me
gustaba tanto, me gustaba por la canción The Way We Were y por ese final en el
Central Park cuando ellos se despiden sabiendo que su amor era imposible. Me
gusta esa película y no tengo que saber por qué, como tampoco sé por qué me causa
placer escuchar a Caren Carpenter cantar
Rainy days and Mondays. Quizás porque me
lleve a los 70 y mi salida de la escuela por Boulevard Oroño y una larga
caminata de adolescentes hasta el Parque Independencia para después sentarnos
todos en una heladería de Av Pellegrini y mirarnos y no decirnos nada, porque
la vergüenza de ayer era más prejuiciosa que la de hoy o tal vez más romántica
y unas noches más tarde en un balcón de esa misma avenida, los dos mirábamos a
los autos desde el noveno piso mientras el resto esperaba/espiaba por el beso que nunca llegó. Y después bailamos una catarata de lentos: James
Taylor (Handyman), David Gates (Goodbye Girl), Peter Frampton (Baby, I love your way) , Eagles (Hotel California) y la infaltable Just the
way you are por Billy Joel o la versión más melosa de Barry White.
Y en las madrugadas de los 70, también caminábamos
las calles, como si nada pasara, como si respirar fuera fácil, como si la
inconsciencia adolescente pudiera invadir la realidad de esta ciudad o de este
país, como aquella noche de 1979, en Santa Fe y España, cuando un señor de civil pero con el arma más
grande que yo recuerde jamás nos apuntó a la cabeza durante largos minutos
amenazándonos con una muerte segura o quizás algo peor. Quizás fue piedad o entender
que con 14 o 15 años éramos ignorantes de todo o de mucho.
La ciudad me narra, me conoce mejor que
nadie, la ciudad marca los trazos, las rutas de la vida, aunque esas rutas a
veces no estén dentro de la ciudad, Como
si viajar fuera volver, como si irse fuera regresar. Como un inmenso tatuaje
que me recubre el cuerpo, un mapa que me conduce a la profundidad de un espacio,
de algo que llamamos ciudad, pero que son esas dos inmensas y bellas y feas
tetas que me persiguen y a las que persigo. Y esa ciudad que se esconde y que
no está a la vista es como ella que aparece y desaparece y que busco pero
cuando la encuentro ya no es la misma y que se vuelve a perder para volver a
cambiar.
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