Comparto el siguiente texto del escritor Marcelo Britos que desinterasadamente se tomó el trabajo de analizar y diseccionar como un cirujano mi último film (todavía no estrenado en salas) luego de la proyección performática que hiciéramos en el Centro de Expresiones Contemporáneas de Rosario. Un orgullo para mi que Marcelo haya dedicado su tiempo y talento a escribir esto.
El travelling de un director
Reflexionando acerca de las
diferentes representaciones de las ciudades, y parafraseando el notable
artículo de Serge Daney sobre la película de Pontecorvo, arriesgo aquí una
crítica inexperta sobre la última película (¿ensayo?) de Gustavo Postiglione
La ciudad ha sido pensada desde hace siglos y desde muchas ópticas, y no
me refiero precisamente a su génesis, o a su destrucción, sino a su devenir, a
lo que de ella hacemos quienes la vivimos. Podemos incluso identificar ciudades
con aquellos que las han abordado desde la filosofía, la literatura, la música,
el cine y la historia. La ciudad es el ritmo del crecimiento y la devastación
humana, el lugar que hemos elegido, como lo pensaron Lefebvre, Zizek, Dickens,
Jarmusch -sólo por nombrar algunos-, para erigir las sociedades desiguales y
voraces que hemos construido. Cuando surge la idea de New York, pensamos en
Paul Auster, y no porque la referencia vuele hacia el título de su trilogía,
sino porque toda su literatura está empapada de sus calles, sus vecinos, su
música. Las ciudades son representaciones que construimos los que las
habitamos, y cuando visitamos aquellas que hemos leído, visto o escuchado en
los ojos de otro, nuestra propia mirada está ya contaminada. Y es bueno. Es el
primer acercamiento a una ciudad, es nuestro aporte final a esa representación
colectiva.
En Lejos de París (Gustavo
Postiglione, 2013), entran en tensión dos problemas: la mirada sobre el topos, la ciudad y los viajes en este
caso, y el que refiere al dichoso artículo de Daney, lo que se puede y lo que
se debe mostrar en el cine, y cómo mostrarlo. En el primero de los temas el
camino es inverso y fantástico. Es de confirmación y de sorpresa. Rosario,
París, New York, son por momentos en la mirada del director un torbellino de
poesía urbana, de nostalgia y de la violencia hermética que suelen tener las
ciudades, y me sorprendo compartiendo esa mirada, acaso porque también comparto
con esta película un código generacional, un color que no sólo se avista en los
hechos claramente referenciados: los saqueos, la dictadura, la nevada del 73,
Quinta y Broadway, sino también esas tomas sobre terrazas vacías y ásperas de
verano, los gomeros perdidos (no sé si había alguno en la película, pero es lo
que recuerdo y construyo), los paraísos, la parrilla con carbón quemado; tan
familiar como volver atrás y subir por la escalera de mi vieja casa de calle
Córdoba.
Me molesta, mientras la veo, que se haya anunciado como un ensayo. El
contrato simbólico que firmamos antes de sentarnos, es distinto con ese
anuncio. Yo veo una película, veo un montaje y un lenguaje puramente
cinematográfico, escucho música maravillosa, escucho un guión y el relato del
director que en otra situación me hubiera molestado, y sin embargo me escucho a
mi mismo o lo que yo hubiera querido decir, quizá de otra manera, porque yo soy
otro y él es él, y esta película es otra cosa, es el relato que nos condensa y
nos ampara.
De repente se suspende la filmación, el mismo director, o personaje,
lo dice. Porque la presencia de Postiglione en la pantalla trasciende la
autorreferencia, él se ha pensado así en la película que rueda en su cabeza,
cuando aún no la ha empezado a rodar en el mundo concreto. Es la identificación
inconsciente de toda ficción llevada a la pantalla, sus amores pintados en la
cara de cada una de las mujeres de todas sus películas (escena final
maravillosa, con la mirada de todas ellas). Por esa razón aquél director
deviene en personaje, en protagonista de esa larga cinta que alguna vez ha
pensado –que siempre piensa-, y sólo deja de serlo cuando dice que ha
interrumpido el rodaje para operarse de un tumor. Es ahí, en el peor momento,
cuando deja de ser personaje para ser él, y quitarse la piel delante de todos,
exponer la intimidad del dolor, del miedo a la muerte, pero sin dramas ni
golpes bajos. Una habitación de sanatorio y un gesto sonriente a quienes lo
visitaban. Recordé Tarnation, la ópera prima de Jonathan Caouette,
filmando su propia vida desde su niñez para reinventarse, para espantar ese
pasado, un torbellino psicodélico de recuerdos, fotos familiares, películas caseras
grabadas, diarios en vídeo, cortos primerizos y por fin, su llegada a Nueva
York –otra vez la ciudad-. Pero Lejos de
París no es un documental. Tampoco allí se pretende espantar el desamparo,
los abusos, la esquizofrenia de una madre a la que violaron, la autodestrucción. Allí ficción y documental se funden y
confunden, y nunca está claro el momento en el que la cámara subjetiva deja de
serlo, es decir, cuándo pasa de manos del director a las manos del personaje,
aunque sean las mismas. La autorreferencia es acaso velada, cuando en el
reflejo de un espejo es Juan Nemirovsky (actor de muchos de sus trabajos) quien
atiende al espectador y no él, como sincerando la proyección de su deseo
creador, como si fuera realidad aquello que soñábamos cuando éramos chicos: que
existe un revés de la pantalla, y que a través de ella podemos ingresar a la
historia que otrora veíamos como asistentes al cinematógrafo; o cuando vuelve a
la habitación del hotel un niño (su hijo) después de la operación, sugiriendo
quizá un regreso a un sitio más cómodo, donde no hay conciencia de la finitud
ni del deterioro físico.
Las ciudades también se mezclan, en las imágenes de archivo
intercaladas (entremontadas, sería atinado decir) con lo filmado por
Postiglione. Porque como decía Conti, la vida de un hombre es apenas un
miserable borrador, un puñado de tristezas, y las ciudades están llenas de
hombres. Esa miseria, esa desolación, son las mismas en New York y en Rosario,
los saqueos en la puerta de un supermercado de la zona oeste, o los disturbios
en las calles de Harlem -le agrego yo a esa película que de cierta manera ahora
es mía, las revueltas de los inmigrantes parisinos-. Las ciudades se conocen
por sus hoteles, y las ventanas de esos hoteles son pequeñas pantallas de cine
por donde vemos ciudades iguales, porque en realidad lo que aparece frente a
nuestros ojos es la urbe interior, la que hemos pensado –la que ha pensado el
director- , y se proyecta en el haz de luz que empuja el deseo. Conti también
decía: “Pero a veces, así como hay años enteros de una larga y espesa oscuridad,
un minuto de la vida de un hombre es una luz deslumbrante." Continúo con
esta frase recordando la toma de la Gran Manzana desde el agua, los edificios
con sus luces salpicando la oscuridad, y la niebla de fondo, anulando el
horizonte, un enorme ambiente noir,
como muchas de las escenas nocturnas que delatan la huella que ha dejado en
Postiglione el buen cine de Hollywood. Y luego la costanera de Rosario,
despejada de edificios y las luces que se pierden hacia el oeste, también desde
un río insomne. Y aquí una aclaración. No hay similitudes, porque las
similitudes son superficiales. Hay un hilo sensible y profundo que une las
cosas, que puede ser sólo lo vivido o lo soñado, en la vigilia o en el mismo
sueño. No vamos a comparar los puentes de Brooklyn con el de Rosario Victoria,
aunque una escena nos tiente a hacerlo, sino que, literal y simbólicamente, es
preciso ver la película completa. Las cosas que, por lo menos a mí, me
convencen de que estoy en un viaje, en un largo travelling (como el nombre de uno de los tracks, viajando), por
ciudades distantes e íntimamente hermanadas por nuestro deseo o nuestra
experiencia.
Y las mujeres. Las mujeres de sus películas que son, en ésta, las mujeres
de pedazos de su vida transpuestos a la pantalla, es decir, los fragmentos de
vida que ha pensado Postiglione como creador. Al menos yo no creo en
compararlas con las ciudades, suena a excusa, a recurso narrativo. Son ellas
como se han soñado o pensado, y todo lo que representan en las sucesivas
ficciones que se tejen en la intimidad de la invención. El circulo de
nostalgia, de dulce melancolía, alrededor de la telefonista neoyorquina (Silvia
Trasierra), el recuerdo cálido y casi fantasmal de un amor que sin duda constituye
la metonimia de todos los amores (María Celia Ferrero), las tomas finales de
las que ya he hablado, las miradas de Bárbara Peters, Noelia Campo, y Romina
Tamburello, como aquél cuento de Horacio Quiroga en el que habla de la mirada
de las actrices “Yo pertenezco al grupo de los pobres diablos que salen noche a
noche del cinematógrafo enamorados de una estrella (…) Porque no hay suspensión
de aliento, absorción más paralizante que la que ejercen dos ojos
extraordinariamente bellos”. También comparto con el director, la admiración
casi sensual por Lauren Bacall.
En la película cada imagen cuenta con una entidad poética propia, como
si pudiéramos recortarlas y hacerlas cuadros móviles que transmiten una fuerza
propia, con su música, con el texto y con el color: el avión dejando la estela
blanca y la voz hablando de la cocaína, la figura de Coki de Bernardis, un
ícono por sí mismo que es llevado aquí a otra metonimia, a la del músico de una
ciudad rabiosa que cría en los garajes de los barrios una banda sonora, a veces
olvidable, a veces eterna.
Rosario es una ciudad como todas, plagada de contradicciones y de
falsedades, de historias y de maravillas. La gran contradicción es que se ha
creado a sí misma como la capital de la cultura, mito alimentado por las
gestiones oficiales, cuando en realidad olvida o dificulta a sus propios
creadores, viviendo siempre de una nostalgia forzada. Lejos de París es otra ciudad, otras ciudades. Es acaso, y por eso
la disfruté tanto, la mirada que más se parece a la que deseo. Es también el
ADN de un creador que es parte y víctima de ese mito, como tantos otros.
Acaso podrían editarse algunos tracks, como el que refiere a El asadito, quizá allí si se exagere la
alusión, rozando el spot de su propio trabajo, pero si esta película tiene otra
virtud, es justamente la de no cerrarse nunca, la de asemejarse al libro de
arena mentado por Borges, que una vez cerrado, cambiará.
Por último, me tomo el atrevimiento de marcar lo que no me gusta. En la
catarata de fascinación y placer que atravesé cuando vi Lejos de París, desentonó la imagen persistente de cierto equipo de
balónpie de la ciudad. Tanto que molesta e incomoda a los que como yo, somos de
otros colores. Pero hasta le perdonamos esta euforia pasajera. Porque es parte
también de estas ciudades, es parte de él, y aunque no queramos, parte nuestra.
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