jueves, 23 de febrero de 2012

carnaval toda la vida

Hace un año escribía en este blog sobre los festejos de carnaval, aquí, en Rosario, a pocas cuadras de mi casa. Había llevado a mi hijo, como lo hice anoche, a presenciar una vez más esa fiesta popular y pagana que siempre tiene olor a pasado. El festejo de anoche podría denominarse un carnaval "vintage", agua de lavanda en pequeños pomitos para mojarse, papel picado, caretas y antifaces. Un carnaval para las familias y para los nostálgicos, el carnaval siempre es nostalgia. Por eso el año pasado tocaron Los Náufragos y Donald y este año fue el turno de Industria Nacional y Roque Narvaja. Y siempre como teloneros: Homero y los Alegres, que como banda local le da el toque contemporáneo a la fiesta.
El niño se quiso poner el traje de Superman para participar del concurso de disfraces y poco después quedó dormido en mis brazos. Ya era el momento de irme, pero quise saber si mi cuerpo podía resistir el peso de un chico de cuatro años dormido durante un par de horas y así poder ver en vivo a Roque Narvaja. ¿Hay algo de particular en escucharlo? ¿en qué podría modificarme ese recital compuesto por temas que en su mayoría tienen más de treinta años? El recital de Narvaja daba justo en la tecla, en esa esencia "old fashioned" que de repente adquiere ribetes de modernidad derrumbando el costado kitsch para comprobar que el pop melódico con raíces en el rock puede tener un dejo poético del que carecen los descendientes de esa corriente histórica. Ni una palabra, Santa Lucía o Yo quería ser mayor, sonaban en la radio en 1981, cuando yo estaba en la secundaria. Durante aquellos años empecé a ir a  recitales, los lugares no eran los estadios sino pequeños clubes de barrio en donde los músicos tocaban para públicos reducidos. Recuerdo dos recitales de1981 en el Club Unión y Progreso: Vox Dei y unos meses después Roque Narvaja. Las diferencias entre Vox Dei y Roque Narvaja creo que saltan a la vista, pero era lo que había. Un tiempo después Serú Giran en La Comedia o el retorno fugaz de Almendra. Anoche algunos quisimos estar en ese lugar solo para corroborar lo que había quedado de ese trozo de historia perdido en el tiempo. Otros, los que se encontraban por primera vez con ese tipo, se sorprendían porque el autor de Menta y Limon era el mismo de El extraño del pelo largo, lo miraban socarronamente, como riéndose de ese hombre que estaba a medio camino entre un rocker demodé y una especie de Sergio Denis darkie. Para algunos quizás podía ser un tanto bizarro y para otros -o para mi- el ejemplo de que el artista siempre tiene que hacer  lo que mejor sabe y que no debe renunciar a su esencia. Roque Narvaja se subió al escenario a cantar canciones que muchos sabemos porque era Carnaval, seguramente las canciones de Octubre, mes de cambios o de Primavera para un valle de lágrimas (algunos de los discos por los cuales se tuvo que exiliar en España durante la dictadura) no eran apropiadas para cantar entre pomos y papel picado. La noche tenía que terminar con El extraño de pelo largo La reina de la canción, y así fue. A las tres de la mañana volví a tomarme un taxi, como hace un año, con el niño a cuestas y dormido. Y pensé. Y recordé que escuchábamos esas canciones en reuniones o fiestas, escuchábamos esas canciones cuando empezábamos a enamorarnos o creíamos que eso era amor. Y anoche el tiempo volvió hacia atrás y luego hacia adelante, y me sentí aquél púber que sabía que una canción romántica no podía cambiar el mundo pero si podía cambiar a uno o a los dos, esos dos adolescentes que se miraban buscando la excusa en esa canción. Y vuelvo a buscar hoy esa mirada y esa sensación y trato de encontrar la canción que de las marcas de este tiempo.


miércoles, 1 de febrero de 2012

LEJOS DE PARIS II




Los Hoteles. Una ciudad se puede conocer por los hoteles y las ciudades entre sí también se conocen por los hoteles. Las películas nos hablan de los hoteles y las ciudades y nosotros creemos que es así. Que la ventana del hotel de Manhattan puede mirar hacia una calle del centro rosarino. Porque una ventana es un televisor de 32 o 42 pulgadas de alta definición que solo hace falta traspasarlo para entender el mundo. Un televisor y yo. Yo frente a ese televisor que nos dejó solos, ese televisor que se multiplica en pantallas, en notebooks, en celulares, en ipods, ipads  y aparatos que se transforman en adicción y que utilizo para registrar todas y cada una de estas palabras o todas y cada una de los futuros planos de la futura película. Rodeado de dispositivos para que la ciudad no se me escape, rodeado de dispositivos pero ella se escapa, ella se escapó y se seguirá escapando, solo porque ella ya no es ella, porque ella es las tetas de la ciudad y la mujer del impermeable o piloto, porque ella es la que dormía con la espalda dibujada en otra pantalla, porque ella es el personaje que muta de rostro y de cuerpo de manera permanente, porque ella vive y muere en el recuerdo de un viaje lejano, en Chicago, en Moscú en la Habana o en Río de Janeiro con los pies sobre Ipanema una noche blanca, o con la luz de la costa rosarina  y los ojos encandilados por el sol mientras la gente sigue bailando y solo quedan en el cuerpo los restos de la metanfetamina en una fiesta en la ciudad de Barcelona  de la que solo me queda el recuerdo del video.
Me asomo a la ventana y la calle se ilumina de otra manera, porque el Hotel es otro o es el mismo y la ventana diferente, y yo tal vez sea otro, otro el que se asoma, el que mira o la mirada se haya modificado y la lluvia ya no moja y el piloto está tirado en el piso, y ella ahora es la actriz que me hace creer que todo lo que escribo puede ser verdad, que puedo ser el James Bond de la película Casino Royale,  la de los 60, con Woody Allen como el malo y la música de Burt Bacharat y que si voy corriendo con esa actriz de la mano por la noche rosarina desde una alcantarilla saldrá la voz de Tom Jones cantando ¿Qué pasa Pussycat?  Y que cuando me siente con ella para mirar el río nos encontraremos con Raymond Carver que me preguntará si en el Paraná hay salmones. Yo le diré que no y el me leerá un poema que acaba de escribir mirando ese gigantesco río que le recuerda un día de pesca en los grandes lagos, como el Michigan, y la chica sigue hablando desde el call center explicando desde Rosario en un perfecto inglés, como se enciende la nueva computadora que acaba de comprar ese hombre en Chicago a orillas del lago Michigan. Y es el norte y es el sur y las contradicciones y es la ciudad que se mete por las venas, con esa historia dura y agresiva, con sus muertos y sus explosiones, con su rock en castellano, con los cines de matiné con tres películas de esas que ya no se ven, en donde Robert  Redford y Barbra Streisand vivían un amor que no podía ser. Esa película que ella vio en un VHS y no entendió por qué me gustaba tanto, me gustaba por la canción The Way We Were y por ese final en el Central Park cuando ellos se despiden sabiendo que su amor era imposible. Me gusta esa película y no tengo que saber por qué, como tampoco sé por qué me causa placer  escuchar a Caren Carpenter cantar Rainy days and Mondays. Quizás  porque me lleve a los 70 y mi salida de la escuela por Boulevard Oroño y una larga caminata de adolescentes hasta el Parque Independencia para después sentarnos todos en una heladería de Av Pellegrini y mirarnos y no decirnos nada, porque la vergüenza de ayer era más prejuiciosa que la de hoy o tal vez más romántica y unas noches más tarde en un balcón de esa misma avenida, los dos mirábamos a los autos desde el noveno piso mientras el resto esperaba/espiaba  por el beso que nunca llegó.  Y después bailamos una catarata de lentos: James Taylor (Handyman), David Gates (Goodbye Girl), Peter Frampton (Baby, I love your way) , Eagles (Hotel California)  y la infaltable  Just the way you are por Billy Joel o la versión más melosa de Barry White.
Y en las madrugadas de los 70, también caminábamos las calles, como si nada pasara, como si respirar fuera fácil, como si la inconsciencia adolescente pudiera invadir la realidad de esta ciudad o de este país, como aquella noche de 1979, en Santa Fe y España,  cuando un señor de civil pero con el arma más grande que yo recuerde jamás nos apuntó a la cabeza durante largos minutos amenazándonos con una muerte segura o quizás algo peor. Quizás fue piedad o entender que con 14 o 15 años éramos ignorantes de todo o de mucho.

La ciudad me narra, me conoce mejor que nadie, la ciudad marca los trazos, las rutas de la vida, aunque esas rutas a veces no estén dentro de la ciudad,  Como si viajar fuera volver, como si irse fuera regresar. Como un inmenso tatuaje que me recubre el cuerpo, un mapa que me conduce a la profundidad de un espacio, de algo que llamamos ciudad, pero que son esas dos inmensas y bellas y feas tetas que me persiguen y a las que persigo. Y esa ciudad que se esconde y que no está a la vista es como ella que aparece y desaparece y que busco pero cuando la encuentro ya no es la misma y que se vuelve a perder para volver a cambiar.