jueves, 25 de julio de 2013

El travelling de un director, por Marcelo Britos (texto sobre Lejos de Paris)


Comparto el siguiente texto del escritor Marcelo Britos que desinterasadamente se tomó el trabajo de analizar y diseccionar como un cirujano mi último film (todavía no estrenado en salas) luego de la proyección performática que hiciéramos en el Centro de Expresiones Contemporáneas de Rosario. Un orgullo para mi que Marcelo haya dedicado su tiempo y talento a escribir esto.


El travelling de un director
Reflexionando acerca de las diferentes representaciones de las ciudades, y parafraseando el notable artículo de Serge Daney sobre la película de Pontecorvo, arriesgo aquí una crítica inexperta sobre la última película (¿ensayo?) de Gustavo Postiglione

La ciudad ha sido pensada desde hace siglos y desde muchas ópticas, y no me refiero precisamente a su génesis, o a su destrucción, sino a su devenir, a lo que de ella hacemos quienes la vivimos. Podemos incluso identificar ciudades con aquellos que las han abordado desde la filosofía, la literatura, la música, el cine y la historia. La ciudad es el ritmo del crecimiento y la devastación humana, el lugar que hemos elegido, como lo pensaron Lefebvre, Zizek, Dickens, Jarmusch -sólo por nombrar algunos-, para erigir las sociedades desiguales y voraces que hemos construido. Cuando surge la idea de New York, pensamos en Paul Auster, y no porque la referencia vuele hacia el título de su trilogía, sino porque toda su literatura está empapada de sus calles, sus vecinos, su música. Las ciudades son representaciones que construimos los que las habitamos, y cuando visitamos aquellas que hemos leído, visto o escuchado en los ojos de otro, nuestra propia mirada está ya contaminada. Y es bueno. Es el primer acercamiento a una ciudad, es nuestro aporte final a esa representación colectiva.
En Lejos de París (Gustavo Postiglione, 2013), entran en tensión dos problemas: la mirada sobre el topos, la ciudad y los viajes en este caso, y el que refiere al dichoso artículo de Daney, lo que se puede y lo que se debe mostrar en el cine, y cómo mostrarlo. En el primero de los temas el camino es inverso y fantástico. Es de confirmación y de sorpresa. Rosario, París, New York, son por momentos en la mirada del director un torbellino de poesía urbana, de nostalgia y de la violencia hermética que suelen tener las ciudades, y me sorprendo compartiendo esa mirada, acaso porque también comparto con esta película un código generacional, un color que no sólo se avista en los hechos claramente referenciados: los saqueos, la dictadura, la nevada del 73, Quinta y Broadway, sino también esas tomas sobre terrazas vacías y ásperas de verano, los gomeros perdidos (no sé si había alguno en la película, pero es lo que recuerdo y construyo), los paraísos, la parrilla con carbón quemado; tan familiar como volver atrás y subir por la escalera de mi vieja casa de calle Córdoba.
Me molesta, mientras la veo, que se haya anunciado como un ensayo. El contrato simbólico que firmamos antes de sentarnos, es distinto con ese anuncio. Yo veo una película, veo un montaje y un lenguaje puramente cinematográfico, escucho música maravillosa, escucho un guión y el relato del director que en otra situación me hubiera molestado, y sin embargo me escucho a mi mismo o lo que yo hubiera querido decir, quizá de otra manera, porque yo soy otro y él es él, y esta película es otra cosa, es el relato que nos condensa y nos ampara.  
De repente se suspende la filmación, el mismo director, o personaje, lo dice. Porque la presencia de Postiglione en la pantalla trasciende la autorreferencia, él se ha pensado así en la película que rueda en su cabeza, cuando aún no la ha empezado a rodar en el mundo concreto. Es la identificación inconsciente de toda ficción llevada a la pantalla, sus amores pintados en la cara de cada una de las mujeres de todas sus películas (escena final maravillosa, con la mirada de todas ellas). Por esa razón aquél director deviene en personaje, en protagonista de esa larga cinta que alguna vez ha pensado –que siempre piensa-, y sólo deja de serlo cuando dice que ha interrumpido el rodaje para operarse de un tumor. Es ahí, en el peor momento, cuando deja de ser personaje para ser él, y quitarse la piel delante de todos, exponer la intimidad del dolor, del miedo a la muerte, pero sin dramas ni golpes bajos. Una habitación de sanatorio y un gesto sonriente a quienes lo visitaban. Recordé Tarnation, la ópera prima de Jonathan Caouette, filmando su propia vida desde su niñez para reinventarse, para espantar ese pasado, un torbellino psicodélico de recuerdos, fotos familiares, películas caseras grabadas, diarios en vídeo, cortos primerizos y por fin, su llegada a Nueva York –otra vez la ciudad-. Pero Lejos de París no es un documental. Tampoco allí se pretende espantar el desamparo, los abusos, la esquizofrenia de una madre a la que violaron, la autodestrucción. Allí ficción y documental se funden y confunden, y nunca está claro el momento en el que la cámara subjetiva deja de serlo, es decir, cuándo pasa de manos del director a las manos del personaje, aunque sean las mismas. La autorreferencia es acaso velada, cuando en el reflejo de un espejo es Juan Nemirovsky (actor de muchos de sus trabajos) quien atiende al espectador y no él, como sincerando la proyección de su deseo creador, como si fuera realidad aquello que soñábamos cuando éramos chicos: que existe un revés de la pantalla, y que a través de ella podemos ingresar a la historia que otrora veíamos como asistentes al cinematógrafo; o cuando vuelve a la habitación del hotel un niño (su hijo) después de la operación, sugiriendo quizá un regreso a un sitio más cómodo, donde no hay conciencia de la finitud ni del deterioro físico.
Las ciudades también se mezclan, en las imágenes de archivo intercaladas (entremontadas, sería atinado decir) con lo filmado por Postiglione. Porque como decía Conti, la vida de un hombre es apenas un miserable borrador, un puñado de tristezas, y las ciudades están llenas de hombres. Esa miseria, esa desolación, son las mismas en New York y en Rosario, los saqueos en la puerta de un supermercado de la zona oeste, o los disturbios en las calles de Harlem -le agrego yo a esa película que de cierta manera ahora es mía, las revueltas de los inmigrantes parisinos-. Las ciudades se conocen por sus hoteles, y las ventanas de esos hoteles son pequeñas pantallas de cine por donde vemos ciudades iguales, porque en realidad lo que aparece frente a nuestros ojos es la urbe interior, la que hemos pensado –la que ha pensado el director- , y se proyecta en el haz de luz que empuja el deseo. Conti también decía: “Pero a veces, así como hay años enteros de una larga y espesa oscuridad, un minuto de la vida de un hombre es una luz deslumbrante." Continúo con esta frase recordando la toma de la Gran Manzana desde el agua, los edificios con sus luces salpicando la oscuridad, y la niebla de fondo, anulando el horizonte, un enorme ambiente noir, como muchas de las escenas nocturnas que delatan la huella que ha dejado en Postiglione el buen cine de Hollywood. Y luego la costanera de Rosario, despejada de edificios y las luces que se pierden hacia el oeste, también desde un río insomne. Y aquí una aclaración. No hay similitudes, porque las similitudes son superficiales. Hay un hilo sensible y profundo que une las cosas, que puede ser sólo lo vivido o lo soñado, en la vigilia o en el mismo sueño. No vamos a comparar los puentes de Brooklyn con el de Rosario Victoria, aunque una escena nos tiente a hacerlo, sino que, literal y simbólicamente, es preciso ver la película completa. Las cosas que, por lo menos a mí, me convencen de que estoy en un viaje, en un largo travelling (como el nombre de uno de los tracks, viajando), por ciudades distantes e íntimamente hermanadas por nuestro deseo o nuestra experiencia.
Y las mujeres. Las mujeres de sus películas que son, en ésta, las mujeres de pedazos de su vida transpuestos a la pantalla, es decir, los fragmentos de vida que ha pensado Postiglione como creador. Al menos yo no creo en compararlas con las ciudades, suena a excusa, a recurso narrativo. Son ellas como se han soñado o pensado, y todo lo que representan en las sucesivas ficciones que se tejen en la intimidad de la invención. El circulo de nostalgia, de dulce melancolía, alrededor de la telefonista neoyorquina (Silvia Trasierra), el recuerdo cálido y casi fantasmal de un amor que sin duda constituye la metonimia de todos los amores (María Celia Ferrero), las tomas finales de las que ya he hablado, las miradas de Bárbara Peters, Noelia Campo, y Romina Tamburello, como aquél cuento de Horacio Quiroga en el que habla de la mirada de las actrices “Yo pertenezco al grupo de los pobres diablos que salen noche a noche del cinematógrafo enamorados de una estrella (…) Porque no hay suspensión de aliento, absorción más paralizante que la que ejercen dos ojos extraordinariamente bellos”. También comparto con el director, la admiración casi sensual por Lauren Bacall.
En la película cada imagen cuenta con una entidad poética propia, como si pudiéramos recortarlas y hacerlas cuadros móviles que transmiten una fuerza propia, con su música, con el texto y con el color: el avión dejando la estela blanca y la voz hablando de la cocaína, la figura de Coki de Bernardis, un ícono por sí mismo que es llevado aquí a otra metonimia, a la del músico de una ciudad rabiosa que cría en los garajes de los barrios una banda sonora, a veces olvidable, a veces eterna.
Rosario es una ciudad como todas, plagada de contradicciones y de falsedades, de historias y de maravillas. La gran contradicción es que se ha creado a sí misma como la capital de la cultura, mito alimentado por las gestiones oficiales, cuando en realidad olvida o dificulta a sus propios creadores, viviendo siempre de una nostalgia forzada. Lejos de París es otra ciudad, otras ciudades. Es acaso, y por eso la disfruté tanto, la mirada que más se parece a la que deseo. Es también el ADN de un creador que es parte y víctima de ese mito, como tantos otros.
Acaso podrían editarse algunos tracks, como el que refiere a El asadito, quizá allí si se exagere la alusión, rozando el spot de su propio trabajo, pero si esta película tiene otra virtud, es justamente la de no cerrarse nunca, la de asemejarse al libro de arena mentado por Borges, que una vez cerrado, cambiará.
Por último, me tomo el atrevimiento de marcar lo que no me gusta. En la catarata de fascinación y placer que atravesé cuando vi Lejos de París, desentonó la imagen persistente de cierto equipo de balónpie de la ciudad. Tanto que molesta e incomoda a los que como yo, somos de otros colores. Pero hasta le perdonamos esta euforia pasajera. Porque es parte también de estas ciudades, es parte de él, y aunque no queramos, parte nuestra.




No hay comentarios.: