jueves, 21 de febrero de 2008

FIDEL Y YO



El hombre grandote me dió la mano, yo era uno de los últimos de la larga fila que una multitud de guardaespaldas y agentes del servicio secreto ya habían dado corte a pocos metros de donde yo estaba parado. Allí, en el Palacio de la Revolución. Calculé las palabras que le iba a decir, no podrían ser más de tres o cuatro, la velocidad con que el viejo estrechaba las manos no me permitirían más que eso.
El viaje a La Habana fue mi primer despedida del universo argentino. 25 años con los pies dentro del país fantaseando con conocer Nueva York, Londres, México, Madrid, Roma o Moscú. Pero esos destinos quedarían para más adelante. El viaje, EL VIAJE fue hacia la Revolución, pero no hacia la revolución socialista de la isla, fue hacia mi propia revolución. Cuba fue la excusa. podría haber sido otro el destino y la historia también podría haber sido otra, pero no. Ese viaje, llamémoslo "iniciático" -para usar un lugar común- marcó mi vida, y creo que tengo restos de La Habana que me acompañan desde aquél momento.
Estaba a 15 personas de distancia, podía escuchar su voz tranquila y amable. Estábamos también a 15 días del 30 aniversario de la revolución. La perestroika y la glasnot ya eran una realidad en la URSS de Gorbachov y la isla entraría en poco tiempo en su Período Especial.
Mi amigo Héctor, unos metros más adelante, ya le había estrechado las manos y lo retuvo -creo- unos pocos segundos más que el resto y El Griego, nuestro amigo porteño. se había quedado afuera de la fila de los "saludadores". Un hombre con guayabera y cara de pocos amigos marcó la última baldosa en la que se podía esperar a la Leyenda.
El avión era un charter, todos los que viajábamos -o casi todos- íbamos al Festival de Cine de La Habana. En esa época no se hablaba de Nuevo Cine Argentino, ni de viejo cine, era todo más libre, menos especulativo y más desacartonado. Nuestro pasaporte era un cortometraje basado en un cuento de Rodolfo Walsh (Los Oficios Terrestres) y la participación en el Primer Encuentro de Escuelas de Cine de América Latina.
Ya casi lo tenía enfrente, sabía que sería una situación única, irrepetible y que era un momento histórico, al menos para mí. Debía recordar cada uno de esos instantes, no se me podían borrar de mi cabeza, porque eran la única prueba de que había estado allí.
Hace unas horas cuando terminé de leer todas las notas, que seguramente estarían escritas desde hace meses, acerca de la renuncia de Fidel, se me apereció de repente aquél momento de hace casi veinte años, vinieron a mi mente una sucesión de imágenes registradas por una vieja Bolex Paillard o fotografías tomadas con la Zenith rusa, que Héctor se compró en una tienda del Vedado.
Llegó el momento, lo tengo frente a mí, lo miro a los ojos, él también me mira, yo tengo que levantar un poco la vista, él es más alto que yo. Me estrecha la mano. Me presento, le digo que soy de Argentina, de Rosario, espero que tal vez la mención de la ciudad lo haga reflexionar unos instantes y mencionar al Che. El hombre vestido de verde oliva, con su mítica gorra, escucha mis palabras, vuelve a sonreír una vez más y sigue su camino hacia el final de la fila.
Esa noche salimos del Palacio de la Revolución con una gran cantidad de ron en nuestro cuerpo, el festival estaba por terminar. Yo había sacado un pasaje por 20 días, pero mi estadía en la isla se extendió por cuatro meses más. Pero esa es otra historia.

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