domingo, 19 de mayo de 2013

LA MEDIDA DEL AMOR



Estaba ahí
la revista que encontré en esa librería de usados.
Entré pensando en esa nota, y esa nota estaba mágicamente. Esperándome.
Una década como si apenas fueran meses. Once años que achicaron mi vida.
Once años en donde viví una vida entera.
Mi vida en décadas.
El rock and roll. Después, el recuerdo del rock.
Hoy la vida es algo más que algunas películas.
Pero la vida no es más que algunas películas entre los espacios libres de la propia vida.
La repetición como una constante, como el ensayo, como ensayar, una y otra vez.
La vida es algo más que unas pocas obras de teatro sobre ese escenario que no deja de cambiar.
La luz, como la pintura, una constante.
Y la lejanía del Chevallier y un video clip latino en la pantalla de Retiro.
No puedo evitar que el cansancio tome mi cuerpo para que caiga en algún lado y que la consciencia se pierda. 
Los libros quedan sin leer, en una eternidad que parece no tener fin. La eternidad no tiene fin. Mi frase anterior no tiene sentido.
El tiempo dirime. Y los recuerdos vuelven con las fotos o con algo que se parece a las fotos pero que está impreso en la mente.
Mind games. Un martini agitado. London calling. 
Una conversación con esa chica que conoci a los 17. Tiempo congelado, treinta años, pero sólo en la foto que vuelve como polaroid. 
Nobody Does it Better: Carly Simon y James Bond permanecen en el tiempo.
Una fiesta llena de stars de todo tipo. De la música, del cine, de la tevé. Locales y extranjeros. Yo miro la línea blanca que atraviesa la mesa, veo como desaparece y más tarde se vuelve a armar. Soy testigo, soy partícipe.
La ciudad está tan cerca como yo / Está tan lejos como yo.
La ficción también está, en las propias palabras. En la muerte de la mujer que todavía vive. En el recuerdo de la mujer que murió a la distancia. En la presencia viva de la mujer que me mira 10 cuadras y media para allá / la medida del amor
El texto brota del lugar errado.
El teclado condiciona el cuerpo.
La soledad del frío es más interesante.
Comer al aire libre sorrentinos con salsa mixta y desechar el plato de lentejas.
Volver al archivo: el físico y el virtual. Recorrer con la vista lo que la memoria recuerda de manera antojadiza: la intersección de las calles es lo único verdadero.
El traje elegante en el Mundial del Tango y una discusión en la calle que se inclina en un plano holandés.
Los flashes lo enceguecen y la escena parece escrita por otra persona.
La terminal otra vez como locación inevitable. Bondis que van y vuelven.
El desplante y la cachetada equivocada en un motel, en San Luis, como dos personajes de Raymond Carver que pasaron la noche en vela, para darse cuenta que ese no era su lugar, que ellos no eran para ellos.
La ficción sigue brotando en pequeñas líneas que indican mis dedos propulsados hacia el teclado, quizás por el cerebro gastado o por romper con la ansiedad (definida por una maravillosa mujer) que me perturba cuando las ideas se escabullen y dejan el vacío sobre la carretera llena de escarcha.
La poesía se transforma en prosa, como en el cine, como en el teatro, para que la obra exista. Y yo me río mientras saco la foto en el Greenwich Village.





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